jueves, 15 de octubre de 2015

El arpa eólica..





 El arpa es el instrumento que, más que ningún otro, reúne en sí mismo la fórmula medieval de lo bello (perfectio prima) y de lo útil (perfectio secunda): es decir, que debe resultar hermoso a la vista y estar construido según las reglas de la armonía formal, y al mismo tiempo, debe ser compatible con su objetivo esencial, que es producir un sonido agradable.
   Con nueve años yo tenía un arpa. Constaba de un poste eléctrico y de seis pares de hilos conectados a aisladores de porcelana, similares a un juego de té desparejo. (De hecho, uno de los aisladores ya lo había roto yo con un golpe de honda antes de descubrir, en el marco de mi instrumento eólico, la función musical de aquel juego de porcelana china).
   Ahora que ya he descrito el sistema de afinación, puedo pasar a los restantes elementos.
   Para obtener un arpa eólica hacen falta (además de las clavijas de porcelana ya mencionadas para afinar las cuerdas) como mínimo dos postes eléctricos de simple madera de abeto alquitranado. La distancia ideal entre los dos postes es de cincuenta metros. El tronco debe haber sido expuesto durante mucho tiempo (de cinco a diez años, por lo menos) a la acción sucesiva de la lluvia, las heladas, y el sol, a fin de que, ante los bruscos cambios de temperatura (de +361° C a -221° C), la madera acabe resquebrajándose. Se partirá, igual que un corazón afligido, cuando se dé cuenta de que ha cesado definitiva e irremediablemente de ser un árbol, un joven abeto, y se ha convertido, definitiva e irremediablemente, en un poste eléctrico.
   En ese momento, cuando el tronco, hendido y con heridas, comprende que permanecerá para siempre en el suelo, clavado hasta la rodilla, e incluso más allá de la rodilla, sin esperanza alguna de escapatoria, no le queda más remedio que mirar hacia la lejanía, hacia los bosques que le hacen señales con la cabeza. Y entonces tiene que aceptar que sus amigos más cercanos, sus amigos y compañeros, son esos dos troncos que están a unos cincuenta metros de donde él está, a su izquierda y a su derecha, tan tristes como él, e igualmente clavados hasta la rodilla en el mantillo de vegetación que cubre el suelo.
   Cuando se les conecta por medio de dos hilos y se les coloca, en lugar de las ramas verdes, este juego de té chino (seis pares de tazas puestas boca abajo, en las que ni siquiera los pájaros podrán beber), entonces empezarán a cantar y a tocar sus cuerdas. Basta con pegar la oreja al poste; aunque eso ya no es un poste, ahora es un arpa.
   Algunos lectores sin experiencia (que nunca han pegado la oreja a un poste eléctrico) pensarán quizá que el viento es indispensable. En absoluto es así. El tiempo ideal para un arpa de estas características es un día ardiente de julio, en plena canícula, cuando el aire vibra de calor y se llena de espejismos, cuando el tronco está seco y suena como si estuviera hueco.
   Casi se me olvida: el lugar más idóneo para instalar un arpa así es al borde de una vía muy antigua. La de la que hablo ahora seguía el Camino de la Posta, construido en la época en que Panonia estaba habitada por los romanos. Gracias a eso la columna del arpa, como una antena, capta sonidos del pasado; las melodías vienen tanto del tiempo pasado como del tiempo futuro.
   El juego de cuerdas cubre toda la gama de menor y, pasando por la dominante, llega con facilidad a la mayor.
   Esto es todo en cuanto al instrumento en sí.
   Ahora basta con darse la vuelta para comprobar que no hay nadie en el Camino Real, nadie entre el trigo, nadie en la cuneta, y nadie en el horizonte. En caso de que se acerque un carro cargado de paja, de alfalfa o de trigo, hay que esconderse rápidamente en la cuneta y esperar que pase.
   Resulta obvio: es necesario estar completamente solo. No hay por qué incitar a las lenguas viperinas a que te tachen de loco, como a tu padre, y a que se pregunten qué estás haciendo con la oreja pegada al poste eléctrico. Algunos creerán que te has vuelto tan imbécil que ahora crees que en el tronco partido hay un enjambre de abejas, y que de repente te has vuelto muy aficionado a la miel; otros llegarán a decir que estás al acecho de los aviones de los aliados para informar a tus cómplices; incluso habrá algunos que, llevados por su imaginación, pensarán que estás recibiendo misteriosos mensajes del éter.
   Por eso (entre otras cosas) vale más comprobar que no hay nadie en el Camino Real, nadie entre el trigo, nadie en las cunetas, y nadie en el horizonte.
   Lo reconozco: si alguien no entiende nada de música podría creerse que, cuando pega la oreja al poste, está escuchando el zumbido lejano de los aviones para huir del camino y esconderse en la cuneta, o bien correr a toda prisa para avisar a los del pueblo que está a punto de llegar una escuadrilla de bombarderos. Pero ésa no es más que la primera (y falsa) impresión. Se trata más bien del acompañamiento, de los bajos en los que el niño reconoce el sonido del tiempo; porque desde el fondo de los tiempos y de la historia llegan sonidos como llegan desde los cuásares y desde las estrellas lejanas. (El olor de la resina derretida sólo es un estímulo, como cuando en un templo arden hierbas aromáticas, sándalo e incienso).


 Mientras se queda con los ojos cerrados, lo que le canta el arpa al oído es lo siguiente: que dentro de poco ya no trabajará para el señor Molnar; que su padre jamás volverá; que abandonará la cabaña que tiene el suelo de tierra batida; que finalmente llegará a Montenegro, donde está su abuelo; que tendrá libros nuevos; que tendrá 1.500 lápices, 200 plumas, 5.000 libros; que su madre morirá pronto; que encontrará a la chica que amará para siempre; que viajará; que recorrerá mares y ciudades; que, remontándose a la historia más lejana y a los tiempos bíblicos, investigará sus turbios orígenes; que escribirá un cuento sobre el arpa eólica hecha con un poste y con los cables del tendido eléctrico.


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d. k.



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