domingo, 27 de septiembre de 2015

La rebelión de los tártaros..


 Se diría que los calmucos estaban predestinados a probar todas las variedades de la desgracia y que sus sufrimientos no se completaron hasta que vino a redondearlos y coronarlos lo que el calor terrible del verano puede añadir al invierno y al hielo. Volveré de inmediato a la historia, tras referir un romántico episodio que ahora ocurrió entre Oubacha y su primo, el infame Zebek Dorchi.

     Al iniciar los calmucos su huida en las márgenes del Volga, vivía en la corte del Khan un caballero ruso de cierto rango a quien, por razones de política, creyeron necesario llevarse prisionero. Durante varias semanas su cautiverio fue muy estricto y, en uno o dos casos, cruel. Pero como la distancia cada vez mayor le iba quitando posibilidades de escapar y, de otra parte, como es muy posible que los guardias que lo cuidaban ya no tuviesen fuerzas sino para atender a sus propios males, la vigilancia se fue haciendo más suelta hasta que, tras presentar el señor Weseloff una petición, se le devolvió oficialmente su libertad, en la inteligencia de que podría emplearla como mejor le pareciese, y aún para volver a Rusia si tal era su deseo. Había empezado a preparar activamente el viaje a San Petersburgo cuando Zebek Dorchi pensó, no sin razón, que en una de las batallas con Traubenberg que se preveían, bien podía caer prisionero algún noble calmuco y en tal caso Weseloff sería una buena presa para negociar el canje. Con este pretexto se detuvo al pobre ruso hasta que el Khan expresara nuevamente su voluntad. Lo cierto es que el nombre del Khan se usó mucho en todo este asunto, pero con tan escaso conocimiento suyo que al quejarse humildemente Weseloff, en una audiencia privada, de la injusticia de que era víctima y de la crueldad que entrañaba jugar con sus sentimientos, poniéndolo en libertad y, por así decirlo, tentándolo con sueños del hogar y la felicidad recobrada sólo para dejarlo burlado, el buen príncipe negó toda participación en el caso y en prenda de su sinceridad le concedió permiso para que se escapara; luego, hablando de la mejor manera de hacerlo sin despertar sospechas, el Khan añadió que acababa de recibir un mensaje del Hetman de los Bashkirs solicitándole una entrevista privada en un lugar ya señalado de la ribera del Turgai. La entrevista se había concertado para la noche siguiente y, aunque los séquitos de las partes sólo constarían de tres personas, el señor Weseloff podía sumarse al suyo. Weseloff, hombre prudente y con experiencia del mundo, advirtió en el acto una traición en el simple esbozo que trazara el Khan, una traición contra el propio Khan. Tras pensarlo un poco le comunicó algunas de sus sospechas y lo puso en guardia, rogándole que le permitiera rechazar el honor de acompañarlo. Ya para entonces tres calmucos habían adivinado el propósito de Weseloff y, como tenían buenas razones para retornar a sus compatriotas en la ribera occidental del Volga, se ofrecieron a acompañarlo en su fuga. Probablemente el Khan habría accedido a la partida de estos hombres, mas para Weseloff fue cuestión de honor ocultar sus propósitos y emprender desde el campamento la evasión (que sería peligrosa en sus primeras etapas) sin correr el riesgo de que lo supiera el Khan.
 En el distrito donde ahora acampaban, ancha región de centenares de millas, abundaba una raza dócil y hermosa de caballos salvajes. Cada uno de los cuatro participantes en la fuga había atrapado durante los últimos días de siete a diez de estos nobles animales, lo cual no despertó las sospechas de nadie, pues también los demás calmucos se aprovisionaban de tal manera previendo los trabajos que los esperaban camino de China. Al caer la tarde escondieron los caballos, tras echarles cabestros, en unos breñales a orillas del río. Serían las diez de la noche cuando volvieron a encontrarse en el mismo lugar; les tomó tres cuartos de hora dar un rodeo para que no los interpelasen las patrullas o centinelas apostadas en dirección del campo bashkir. Había salido la luna. Desataron los caballos y se disponían a partir cuando, de pronto, una violenta algazara y el ruido de armas rompió el silencio profundo de los bosques. Weseloff creyó oír al Khan que gritaba pidiendo auxilio. Recordó lo que el príncipe dijera esa mañana y, ordenando a sus compañeros que lo ayudasen, se lanzó a la carrera hacia las voces. Poco más allá encontró en un claro del bosque a cuatro hombres que luchaban contra una partida de por lo menos nueve o diez. Dos de los cuatro acababan de ser desmontados al llegar Weseloff: en uno de ellos creyó reconocer casi con seguridad al Khan, que hacía frente a dos asaltantes a caballo sin dar un paso atrás a pesar de su gran desventaja. Viendo que no había tiempo que perder Weseloff hizo fuego y derribó a uno de los dos jinetes, al tiempo que sus compañeros disparaban sus carabinas y entraban a galope tendido al pequeño claro. El ruido atronador de unos treinta caballos que se precipitaban a un espacio reducido dio la impresión de todo un regimiento de caballería que acudía al rescate y, sin esperar más, los atacantes volvieron grupas y huyeron. Weseloff se acercó al caballero desmontado quien, como había creído, resultó ser el Khan. El hombre contra quien había tirado estaba muerto y al inclinarse a ver sus facciones ambos reconocieron con indignación, aunque Weseloff no sintió la menor sorpresa, a un hombre de confianza de Zebek Dorchi. Ninguno de los dos dijo una palabra; el Khan regresó escoltado por Weseloff y sus compañeros en medio de un silencio mortal. La situación de Weseloff era delicada y crítica; dejar al Khan en este momento significaba, probablemente, borrar los servicios prestados ya que la partida de asesinos podía muy bien acechar en un recodo del camino para atacarlo otra vez. En cambio, si volvía con él hasta el campamento, ponía en peligro sus propias posibilidades de escapar. También el Khan parecía pensar en esto, pues al fin rompió el silencio para decirle: «Comprendo su situación; en otras circunstancias tal vez creería mi deber retener a sus compañeros. Ahora no estaría bien hacerlo, después del gran servicio que acaban de prestarme. Vayamos un poco hacia la izquierda. Allá, donde se divisa el fuego, hay un puesto de guardia. Vengan conmigo hasta ese lugar y estaré a salvo. Luego podrán volver atrás y hacer lo que pensaban: basta que hayan escoltado para que nadie sospeche de ustedes. Siento no disponer de otros medios para demostrarles mi gratitud. Pero hay algo que quiero saber antes de separarnos: ¿Fue por simple azar que acudieron ustedes a librarme? ¿O sabían algo de la conjura urdida para atraerme a esa trampa?»
Weseloff respondió con entera franqueza que había llegado por azar al sitia donde oyera los gritos; pero que al oírlos recordó de inmediato lo que el Khan le había dicho esa mañana; si se dirigió a ellos fue porque esperaba encontrarse al Khan rodeado de asesinos, pues de otra manera no lo hubiera hecho en un momento tan grave. Unos minutos después llegaron al puesto donde el jefe tártaro podía quedar en seguridad, y de inmediato los cuatro compañeros iniciaron una huida que tal vez no tenga paralelo en los anales de viajes. Cada uno de ellos llevaba seis o siete caballos además del que montaba y, pasando de una a otra cabalgadura (como los antiguos desultores del circo romano) de modo que ninguna fuese cargada más de media hora, avanzaron sin detenerse 200 millas cada veinticuatro horas durante tres días consecutivos. Después, sabiéndose libres de toda persecución, siguieron más lentamente, aunque siempre a una velocidad que más tarde asombraría a quienes lo escucharon. Pero Weseloff era hombre de gran honradez y en todo momento se atuvo a los detalles que figuran en su informe impreso. Cuenta en él, por ejemplo, que no les fue difícil mantenerse en el camino por el que pasaran los calmucos en su huida debido a la cantidad de esqueletos abandonados y a otros monumentos de sus calamidades. En particular menciona, entre los muchos bienes valiosos que los tártaros se vieran obligados a sacrificar, montones enormes de dinero. Weseloff y sus compañeros encontraron estos montones intactos en medio del desierto. Tomaron lo que podían llevar consigo y esto, junto con el precio de sus hermosos caballos, que vendieron en una guarnición rusa a unas 15 libras por cabeza, les permitió seguir viaje a través de Rusia. En lo que toca al propio Weseloff el regreso terminó con una trágica catástrofe. Por entonces era un hombre joven, hijo único de una madre que lo adoraba. Al saber que su hijo había sido secuestrado violentamente el dolor de la señora fue desgarrador y, aunque logró sobreponerse a él, minó seguramente su constitución. Weseloff, cediendo a los naturales impulsos de su amor flial, atravesó Rusia en posta hasta la casa de su madre y cometió la imprudencia de no dar aviso de su regreso. Llegó precipitadamente a presencia de su madre y ella, que había resistido los golpes del dolor, no pudo soportar el golpe de una alegría demasiado súbita e intensa y murió al ver al hijo.

*

 Vuelvo ahora a las escenas finales de la huida de los calmucos. De nada valdría seguirlos de muy cerca a lo largo de las dos mil millas de sufrimientos que aún debían recorrer, sufrimientos que resultaron más monótonos  y también más rigurosos  que durante la primera parte de la marcha. Sus elementos principales fueron el calor excesivo unido al hambre y la sed, agravados a cada paso por los ataques implacables de sus crueles enemigos, los bashkirs y los kirghizes.
 Estos guerreros «peores que la angustia, el hambre o el mar» se prendieron a los desventurados calmucos como un rabioso enjambre de avispas. Muchas veces los perseguidores atacaban por la retaguardia y, al mismo tiempo, las avanzadas y los flancos debían resistir el asalto que con igual vehemencia lanzaban los habitantes de la región; esto no es de extrañar, ya que el instinto de conservación obligaba a los tártaros fugitivos a robar en todas partes alimentos y forrajes. Su condición era un constante oscilar de adversidades: atormentados por el hambre daban un rodeo de cien millas para llegar a tierras feraces y abundantes, y se encontraban con poblaciones multitudinarias que les oponían hasta el último hombre una resistencia obstinada, aprovechando su mejor conocimiento del terreno y su ocupación de todas las posiciones  pasos de montaña, puentes  que pudieran defenderse. Otras veces, hartos de sufrir de esta manera, se desviaban cien millas para atravesar regiones despobladas o desiertas, pero donde estaban seguros de padecer la más absoluta inanición. Ya sufrieron la plaga del hambre o la del constante batallar por abrirse paso, cualesquiera fuesen las «variedades feroces» de su angustia, la triste retaguardia no conocía el descanso; post equitem sedet atra cura; el tormento era incesante como el gusano de la conciencia. 




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